La amistad social se construye sobre la base del diálogo. Esto presupone la capacidad de respetar el punto de vista del otro, aceptando la posibilidad de que contenga creencias o intereses legítimos, incluso si uno no puede asumirlo como una convicción propia. De esta manera se hace posible ser sinceros, no ocultar lo que creemos, sin cesar en el diálogo, buscar puntos de contacto y, sobre todo, trabajar y comprometernos juntos. El diálogo se enriquece con la contribución de perspectivas diferentes, incluidas las disciplinares con metodologías propias. Sin embargo, lo que nos mantiene unidos, más allá de las diferencias, es el respeto sincero por la verdadera dignidad humana, a la que nos sometemos.
En una sociedad pluralista, el diálogo es la forma más adecuada de llegar a reconocer lo que siempre debe afirmarse y respetarse, y que va más allá del consentimiento ocasional. Hay valores básicos, como la dignidad humana inalienable, o los derechos humanos fundamentales, que van más allá de todo consenso, los reconocemos como valores que trascienden nuestros contextos.
La «cultura del encuentro» es un estilo de vida que tiende a formar ese poliedro que tiene muchas caras, muchos lados, pero todos conforman una unidad rica en matices, porque el todo es superior a la parte (cf. EG 237). El poliedro representa una sociedad en la que conviven diferencias integrándose, enriqueciéndose e iluminándose mutuamente, aunque esto implique discusiones y desconfianza. De todos, de hecho, se puede aprender algo, nadie es inútil, nadie es superfluo. Esto implica incluir las periferias. Quienes viven en ellas tienen otro punto de vista, ven aspectos de la realidad que no son reconocidos por los centros de poder donde se toman las decisiones más decisivas. Hablar de «cultura del encuentro» significa que, como pueblo, nos apasiona querer encontrarnos, buscar puntos de contacto, construir puentes, diseñar algo que involucre a todos. Esto se ha convertido en una aspiración y una forma de vida, con la capacidad habitual de reconocer el derecho del otro a ser él mismo y a ser diferente. A partir de este reconocimiento convertido en cultura, se hace posible dar vida a un pacto social. Un pacto social realista e inclusivo debe ser también un «pacto cultural», que respete y asuma las diferentes cosmovisiones, culturas y estilos de vida que conviven en la sociedad.
Por ejemplo, los pueblos originarios no están en contra del progreso, a pesar de que tienen una idea diferente del progreso, muchas veces más humanista que la de la cultura moderna. No es una cultura orientada a la ventaja de quienes tienen el poder. La intolerancia y el desprecio por las culturas populares indígenas es una forma real de violencia. Pero ningún cambio auténtico, profundo y estable es posible si no se logra desde diferentes culturas, principalmente de los pobres. Un pacto cultural presupone que se renuncia a comprender la identidad de un lugar de manera monolítica, y exige que se respete la diversidad ofreciéndole vías de promoción e integración social.
El verdadero reconocimiento del otro sólo es posible gracias al amor, que lleva a ponerse en el lugar del otro para descubrir lo que es auténtico o al menos comprensible entre sus motivaciones e intereses. Otra expresión importante es la bondad que ayuda a los demás para que su existencia sea más llevadera, sobre todo cuando llevan el peso de sus problemas, urgencias y ansiedades. La práctica de la bondad presupone estima y respeto y cuando la cultura se hace en una sociedad transforma profundamente el estilo de vida, las relaciones sociales, la forma de debatir y comparar ideas.