Los procesos de sanación social, reconciliación y paz requieren un compromiso que perdure en el tiempo. Es un trabajo paciente de búsqueda -en misericordia- de la verdad y la justicia, que honra la memoria de las víctimas y que abre, paso a paso, una esperanza común, más fuerte que la venganza.
La verdadera reconciliación se logra de manera proactiva, formando una nueva sociedad basada en el servicio a los demás, más que en el deseo de dominar; una sociedad basada en compartir con los demás lo que uno posee, más que en la lucha egoísta de cada uno por la mayor riqueza posible; una sociedad en la que el valor de estar juntos como seres humanos es ciertamente más importante que cualquier grupo menor, ya sea familia, nación, etnia o cultura. El arduo compromiso de superar lo que nos divide sin perder la identidad de cada uno presupone que un sentido fundamental de pertenencia permanezca vivo en todos.
Además, la verdadera reconciliación no rehúye el conflicto, sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y la negociación transparente, sincera y paciente. Amar a un opresor no significa permitirle seguir siéndolo, sino intentar de diversas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe usar y que lo deforma como ser humano.
Perdonar no quiere decir permitirle seguir pisoteando su propia dignidad y la de los demás, ni dejar que un criminal siga dellinquiendo. Todo esto, sin embargo, con el enfoque de la no violencia, no al odio y ni la venganza. El perdón no implica olvidar, sino renunciar a ser dominados por la misma fuerza destructiva que nos ha lastimado. Al romper el círculo vicioso de la violencia, detenemos el avance de las fuerzas de destrucción. Cuando ha habido injusticias en ambos lados, debe reconocerse claramente que pueden no haber tenido la misma gravedad o pueden no haber sido comparables. La violencia por parte de las estructuras de poder y el Estado no está al mismo nivel que la violencia por parte de grupos particulares.
Hay una arquitectura de paz, en la que intervienen las diversas instituciones de la sociedad, cada una según su propia competencia, pero también hay un trabajo por paz que nos involucra a todos. Además, siempre es valioso incluir en nuestros procesos de paz la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, se han vuelto invisibles, para que sean precisamente las comunidades las que den color a los procesos de memoria colectiva. Para que esto suceda, estamos llamados a persistir en la lucha por fomentar la cultura del encuentro, que exige situar a la persona humana, su elevada dignidad y el respeto por el bien común en el centro de toda acción política. La opción por los pobres debe llevarnos a la amistad con los pobres, recordando que la inequidad y la falta de desarrollo humano integral no permiten generar paz.
Finalmente, el capítulo reflexiona sobre la guerra y la pena de muerte. Teniendo en cuenta la presencia de armas nucleares, químicas y biológicas y las enormes y crecientes posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, a la guerra se le ha dado un poder destructivo incontrolable y, por lo tanto, ya no podemos pensar en la guerra como una solución. Hoy ya no es posible pensar en una «guerra justa», porque los riesgos siempre serán mayores que la hipotética utilidad que se le atribuye. Y si tenemos en cuenta las principales amenazas a la paz y la seguridad (por ejemplo, el terrorismo, los conflictos asimétricos, la ciberseguridad , los problemas ambientales, la pobreza) es evidente que la disuasión nuclear es inadecuada para responder eficazmente a estos desafíos. La eliminación total de las armas nucleares se convierte tanto en un desafío como en un imperativo moral y humanitario.
En nuestro mundo, a estas alturas, no solo hay partes de guerra en un país u otro, sino que estamos viviendo una guerra mundial en pedazos, porque el destino de los países está fuertemente conectado entre sí.
La pena de muerte es moralmente inadecuada y ya no es necesaria en términos penales, hoy se ha vuelto inadmisible. Los miedos y rencores conducen fácilmente a una comprensión vengativa de los castigos, en lugar de considerarlos como parte de un proceso de sanación y reintegración social. Ni siquiera el asesino pierde su dignidad personal y Dios mismo es el garante. El firme rechazo de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible reconocer la dignidad inalienable de todo ser humano y admitir que tiene su lugar en este mundo.