En las últimas décadas, una nueva cultura se ha impuesto en el mundo. Gracias también a la globalización y a un cierto aplanamiento cultural subyugado por las tendencias estadounidenses, el lenguaje está cambiando en todos los idiomas. Esta metamorfosis refleja una atención -a veces morbosa- hacia el equilibrio de género, el lenguaje inclusivo, evitando expresiones que pudieran ser ofensivas para una u otra minoría. Este fenómeno ciertamente tiene aspectos positivos. La lengua es la herramienta más poderosa de la cultura humana. Si algo se dice y se repite, se convierte en norma. Así la sensibilidad hacia el género femenino, los discapacitados, las diversas fragilidades humanas, se fortalece cuando el lenguaje cambia. La elección de las palabras y expresiones apoya la transformación del modo utilizado para evaluar una determinada realidad o situación. Un lenguaje inclusivo fomenta el nacimiento de una cultura inclusiva.
Sin embargo, es interesante observar que la inclusión parece tener límites muy específicos. Esto es bien sabido por los más pobres, los excluidos de la sociedad, los que no cumplen con los requisitos necesarios para aparecer en las listas de las organizaciones no gubernamentales. Para ellos no hay portavoces lo suficientemente fuertes como para dar a conocer su realidad. Así pues, por un lado, se aboga por la inclusión, pero, por otro lado, no se están haciendo aquellos cambios estructurales necesarios que permitan a los verdaderamente desposeídos de la tierra tener los mismos derechos.
El Papa Francisco señala que nuestra comunicación ha perdido calidad. Poseemos los medios técnicos para hablar con cualquier persona en el mundo, llegar a los rincones más remotos, lanzar mensajes que se pueden leer en cualquier lugar en tiempo real, pero… parece que no se está creando un diálogo real. El aplanamiento del lenguaje no ayuda a dar fuerza a nuestro hablar, en cambio estamos experimentando una homogeneización del lenguaje. En el campo de los derechos, las fuerzas sociales y financieras pronto se adaptaron. Está de moda hablar de responsabilidad social, todo el mundo lo hace, incluso aquellas entidades que no ofrecen ningún servicio a la sociedad.
El tercer capítulo de Fratelli tutti lo afirma con fuerza. Francisco nombra valores fundamentales que deben regular las relaciones entre las personas. También nombra respuestas urgentes a las crisis actuales.
Leyendo entre líneas, parece que estamos ante una llamada a un jubileo extraordinario: no uno hecho de peregrinaciones a basílicas y lugares santos, sino uno lleno de acciones sociales de liberación. El jubileo bíblico es fruto de una idea revolucionaria. Con una ciclicidad simbólica ligada al número siete (perfección), al final de un período -cada cincuentenario- todos los recursos de Israel tenían que volver a la posesión de los propietarios originales. Suponiendo que la división de los recursos del país se hubiera hecho con justicia desde el principio, esta ciclicidad habría asegurado que cada nueva generación pudiera contar con los mismos recursos, eliminando así una de las fuentes de desigualdad.
La historia nos enseña que el jubileo nunca se celebró en Israel. La validez de la idea permanece. Hoy más que nunca es necesario pensar en formas que permitan a todos el acceso correcto a los recursos, de manera equitativa. La experiencia de las últimas décadas nos dice que la brecha entre los pueblos es demasiado amplia, y los desfavorecidos nunca logran recuperar su camino y están condenados a la pobreza y la marginalidad que no reflejan la realidad del trabajo, el compromiso y los valores. Ojalá que haya una especie de jubileo que permita a todos tener realmente un acceso equitativo a los recursos.