El capítulo cuarto de la encíclica Fratelli tutti se detiene en el tema de la apertura al mundo entero, en contraste con los cierres que se trataron en el capítulo tercero. El texto presenta dos grandes temas: el encuentro entre los pueblos y la tensión entre lo local y lo global.
En el contexto del encuentro entre los pueblos está la realidad de la migración, un signo verdadero y propio de nuestro tiempo. En el grito de los pobres, obligados a abandonar su tierra por situaciones insostenibles, nos desafía y nos invita a acoger, proteger, promover e integrar a los migrantes. Pero con una mirada que va más allá de la emergencia, para construir un futuro compartido -o nos salvamos todos, o nadie se salva- abriéndose a la ciudadanía plena en los países de destino y al desarrollo de los países de origen. Todo esto requiere una cooperación internacional en la que los países económicamente más débiles tengan acceso al mercado internacional y una voz en las decisiones, que deben ser comunes. Este encuentro de individuos y pueblos conduce al enriquecimiento mutuo, pero no está motivado simplemente por la conveniencia, sino sobre todo por un sentido de gratuidad que nos humaniza.
Lo local y lo global son dos polaridades interdependientes, que se necesitan mutuamente. Estar arraigados en lo local nos permite ser levadura, iniciar y apoyar el protagonismo de las personas y las comunidades, construir amistad social. La dimensión global nos redime de una mezquindad enfermiza y nos lleva a una hermandad universal.
La construcción de un mundo más fraterno y sostenible, de comunión, requiere la aportación de diferentes particularidades, como las diversas caras de un solo poliedro. El enraizamiento en lo local es la base que nos hace captar aspectos de la realidad que otros no captan. Pero la dimensión local cerrada en sí misma ya no se deja completar por el otro, limitándose así en las posibilidades de desarrollo, volviéndose esclerótica. En cambio, toda cultura saludable es por naturaleza abierta y acogedora. De hecho, sin una comparación con aquellos que son diferentes, es difícil tener un conocimiento claro y completo de uno mismo y de la propia tierra. Mirándose a uno mismo desde el punto de vista del otro, de los que son diferentes, uno puede reconocer mejor la peculiaridad de la propia persona y cultura. Una cultura viva integra las novedades a su manera. Por esta razón, el Papa Francisco invita a los pueblos originarios a preservar sus raíces y cultura ancestral de una manera dinámica, abierta al encuentro, sin caer en la tentación de un indigenismo cerrado, estático y ahistórico que escapa a cualquier forma de hibridación.
El mundo crece y se llena de nueva belleza gracias a nuevas síntesis que se producen entre culturas abiertas, fuera de cualquier imposición cultural. Es de este encuentro que puede nacer un proyecto común para el bien común.