Cuando estábamos en medio de lo más duro de la pandemia, muchas voces decían: Esperemos que salgamos de esto mejor de lo que entramos. No será fácil, porque, una vez superado el miedo, volveremos a lo de siempre: la desconfianza, el orgullo, el egoísmo. Pero el Evangelio es precisamente el anuncio de que algo nuevo ha nacido en el mundo (“el Reino está entre ustedes”) y de que algo nuevo puede nacer en mí, en mi familia, en mi comunidad, en mi país, como en un parto doloroso pero lleno de esperanza. En este sentido la propuesta del Papa Francisco de soñar una fraternidad universal (Fratelli tutti) nos da un horizonte hacia el que mirar, en comunión con toda la creación (Laudato sì) y la alegría del Evangelio como regla de vida (Evangelii gaudium).
Experiencia personal
El 11 de marzo de 2021 se cumplió un año de la fecha en que la OMS declaró la existencia de la pandemia del Covid-19, un virus que ya circulaba por el mundo meses antes a partir de la ciudad china de Wuham. Con esa fecha la OMS reconocía que se habían reportado 118.000 casos de covid 19 en 114 países, con 4.291 personas muertas, aunque más del 90 por ciento de los casos estaban en solo cuatro países. De hecho, muchos Gobiernos, incluido el español, seguían sin darle demasiada importancia hasta la Declaración oficial de la OMS.
En esa fecha, yo estaba con mi familia en un pequeño pueblo de Galicia (España), después de haber participado en la asamblea de provinciales en Roma, con la intención de regresar a Madrid para viajar el 18 de marzo hacia Colombia, donde vivo. Ante la probabilidad cada día más fuerte de que el Gobierno español decretase el confinamiento del país, cosa que finalmente hizo el 15 de marzo, decidí viajar inmediatamente a Madrid pensando que, en todo caso, me permitirían regresar a Colombia. Y, realmente, pude haber viajado, porque las fronteras no se cerraron del todo por algún tiempo. Pero los mensajes que nos llegaban del Consejo General recomendaban actuar responsablemente y quedarnos allí donde estábamos para no propagar el virus. Por mi parte, me puse en contacto con los miembros del Consejo de la Delegación de Colombia, quienes coincidieron con lo indicado por el Consejo General. Para mí fueron unos días de angustia, porque pensaba que, si me quedaba, pasarían semanas antes de volver a Colombia. Lo que me decidió fue la incapacidad de saber si tenía ya el virus, con la posibilidad de ir llevándolo a mis hermanos de Colombia y a otras personas.
En efecto, a los pocos días de mi llegada a Madrid desde mi pueblo, una noche empecé a sentir algo de fiebre y una tos parecida a la de la gripe. Me fui a acostar temprano y, a la mañana siguiente, ya no participé en los actos comunitarios y me aislé totalmente en la pequeña habitación que ocupaba. Pronto me enteré de que otros miembros de la comunidad estaban también con fiebre en sus habitaciones. No sabíamos si teníamos el virus, pero los síntomas eran bastante claros y había que ser precavidos. No había manera de comprobar nuestro estado, ya que los centros de salud estaban abarrotados y, por otra parte, tampoco sabían mucho qué hacer, ni había abundancia de tests para certificar la presencia del virus o no. Yo estaba en contacto telefónico con algún personal sanitario que me llamaba casi todos los días para preguntarme por los síntomas (fiebre, tos, dolores corporales…). Los míos eran básicamente fiebre (uno 38-39 grados) y tos, por lo que la preocupación no era mucha. El tratamiento era muy simpe: paracetamol y mucha agua.
Ese tratamiento parecía surtir efecto y a los seis-siete días dejé de tomar paracetamol, porque la fiebre había bajado. Pero al día siguiente, como al sétimo-octavo día, la fiebre empezó a subir de nuevo con más fuerza, acercándose a los cuarenta grados, lo que me preocupó porque en las noticias se decía que esta segunda subida de la fiebre era más peligrosa que la primera… Y en ese momento sucedió el golpe tremendo que sacudió a la comunidad de Madrid y también a mí: El P. Gonzalo da Silva, ecónomo provincial, jovial, lleno de vida, bastante más joven que yo, que estaba confinado en su habitación como yo y con seguimiento médico telefónico, a la hora de la cena lo encontraron muerto en su cama. El superior de la comunidad me lo comunicó conmocionado, casi sin pronunciar palabra; y yo tampoco sabía qué decir ni qué pensar. Fue un momento tremendo, en el que experimentamos la crueldad irracional de esta enfermedad, que mataba casi sin aviso. No nos podíamos fiar de ella. De hecho, al día siguiente, el P. Jaime Calvera, que estaba recluido también, fue llevado a la clínica vecina, gracias al seguro de religiosos, y fue internado inmediatamente, estando con oxígenos por todo un mes.
Yo venía de Colombia y no tenía dicho seguro actualizado, pero podían inscribirme urgentemente. El superior me lo ofreció. Yo lo rechacé porque no me sentía tan mal, aunque la noticia de la muerte de Gonzalo me sacudió, me hizo dudar y tuve que pensar en la posibilidad de la muerte. Más abajo comparto algo de mis sentimientos en aquella situación.
Gracias a Dios, la fiebre volvió a bajar definitivamente, no así la tos que perduraría por meses. Por precaución seguí confinado dos semanas más y después, poco a poco, me incorporé a la vida de la comunidad, esperando que la pandemia aflojase y pudiese viajar a Colombia… Esto no sucedió y sólo después de ocho largos meses pude encontrar un vuelo que me reportó a Colombia. Allí encontré las comunidades combonianas en buena salud, gracias a Dios. Los combonianos de Colombia (en Bogotá, Medellín, Cali y Tumaco), después de un tiempo prudencial, se pusieron totalmente al servicio del pueblo de Dios con gran generosidad. Milagrosamente, ninguno se ha infectado hasta ahora, aunque estoy conociendo bastante colombianos que han sufrido la pandemia y sus efectos sanitarios, económicos y psicológicos.
Algunas reflexiones a partir de la experiencia
- El valor de la fraternidad
A mí me agarró la pandemia en la comunidad de Madrid y pude gozar de la extraordinaria fraternidad y generosidad de los miembros de aquella comunidad, que, ante la ausencia de personal de servicio y la enfermedad de varios de nosotros, se multiplicaron con mucha sencillez y dedicación para cuidar la higiene de la casa, la cocina, la lavandería, la medicina, así como sobrellevar con entereza el enorme impacto de la muerte inesperada… Todo con buen humor y solidez humana y espiritual. ¡Cómo aprecié esa fraternidad que a veces la rutina de la vida parece ocultar!
- La importancia de internet
Durante el mes que estuve encerrado en el cuarto (un espacio muy reducido), tres cosas me mantenían en contacto con el mundo exterior: los toques a la puerta para dejarme la comida o para preguntarme como estaba; el teléfono (whatsapp) con el que me mantenía en contacto con familiares y amigos de varias partes del mundo; la computadora a través de la cual podía seguir las noticias del mundo, participar en la misa del Papa o a veces de algún sacerdote colombiano y, muy pronto, empezar a realizar reuniones virtuales con grupos apostólicos y, especialmente, con los combonianos de mi Delegación. Hasta una asamblea virtual realizamos, participando cada comunidad desde su casa. Más tarde, ya en Colombia, éste sería el medio más habitual de pastoral: reuniones con comunidades, encuentros de matrimonios, cursillos prematrimoniales, misas virtuales, dirección espiritual, encuentros de provinciales… Todo está siendo hecho a través de zoom, Google meet u otras plataformas. Sin duda, que esto tendrá mucho que ver con nuestras futuras organizaciones, evitando viajes costosos y posibilitando mucho más las coordinaciones de nuestros trabajos.
- Una espiritulidad de la pandemia
De pobre a pobre
En primer lugar, la experiencia de la pandemia nos ha hecho tocar con mano nuestra fragilidad, facilitando un diálogo de pobre a pobre. Jesús no se acerca a nosotros desde lo alto sino desde abajo, desde la conciencia de la propia fragilidad. Desde la experiencia de nuestra precariedad, de esa debilidad que la pandemia nos hizo sentir a todos, contemplamos al Nazareno, que siendo rico se hizo pobre, y no nos sentimos solos, sino acompañados. El Dios que nos ha revelado Jesús no está detrás de las nubes, sino que se encarna en nuestras debilidades y carencias. La humanidad de las últimas décadas progresó mucho, pero tenía la tentación de creerse omnipotente, inmune a cualquier deficiencia, quizá un poco arrogante. La pandemia nos ha hecho más humildes y, por tanto, más cercanos a un Dios que se hizo frágil con nosotros.
La pandemia nos ofrece la oportunidad de volvernos humildes, capaces de asumir nuestra propia debilidad, abiertos al don gratuito de Dios.
Acogida y apoyo mutuo
Con esta enfermedad hemos aprendido que protegerse a uno mismo era proteger a los demás. Cuídate para cuidar a otros. En situaciones así se plantean cuestiones muy simples, pero profundamente vitales: ¿Quién me prepara la comida, ¿quién lava mi ropa? ¿Quién me trae las medicinas? Pude superar la enfermedad, gracias a que tenía una comunidad de hermanos que me atendieron con gran generosidad, haciéndome llegar todo lo que necesitaba. Esa misma experiencia es la que han vivido muchos otros enfermos y enfermas, en los hospitales y fuera de ellos, cuando se sentían totalmente desarmados ante una enfermedad cruel y desconocida. ¡Cuántos médicos, enfermeras, agricultores, comerciantes, transportistas y muchos otros han permanecido en sus puestos sirviendo a los demás, incluso con riesgo de sus vidas! ¡Cuántos voluntarios y voluntarias en las parroquias u otras organizaciones se han dedicado a que no faltase lo necesario a los más necesitados!
La pandemia nos enseña lo importante que es aprender a acoger y apoyar a quien lo necesita en un momento de debilidad.
Resistir con esperanza
Muchos enfermos del Covid-19 debieron resistir por semanas, a veces por meses, sin saber con certeza qué pasaría más adelante. La confianza en Dios y en aquellos hermanos que les estaban ayudando los mantuvo en la lucha. El personal sanitario tuvo que luchar contra algo que no conocían, con medios a veces muy inadecuados, pero, por amor a esas personas que se le habían confiado, lucharon con todas sus fuerzas, resistiendo.
La pandemia nos enseñó a persistir en el esfuerzo con paciencia y determinación, esperar contra toda esperanza, confiar en Dios y en los demás.
Compartir la alegría
En este periodo de pandemia, a pesar de los sufrimientos, mucha gente sencilla supo confiar en la cercanía de un Dios amor y de unos hermanos que se hacían responsables los unos de los otros, siendo fuente de paz, serenidad y alegría; una serenidad y una alegría que no provienen de lo bien que nos van las cosas, sino de una certeza interior de ser amados a pesar de todo y de que la vida es más fuerte que las dificultades.
La pandemia nos dio la ocasión de compartir la alegría en medio de la pobreza y la fragilidad.
Alumbrar un mundo nuevo
Cuando estábamos en medio de lo más duro de la pandemia, muchas voces decían: Esperemos que salgamos de esto mejor de lo que entramos. No será fácil, porque, una vez superado el miedo, volveremos a lo de siempre: la desconfianza, el orgullo, el egoísmo. Pero el Evangelio es precisamente el anuncio de que algo nuevo ha nacido en el mundo (“el Reino está entre ustedes”) y de que algo nuevo puede nacer en mí, en mi familia, en mi comunidad, en mi país, como en un parto doloroso pero lleno de esperanza. En este sentido la propuesta del Papa Francisco de soñar una fraternidad universal (Fratelli tutti) nos da un horizonte hacia el que mirar, en comunión con toda la creación (Laudato sì) y la alegría del Evangelio como regla de vida (Evangelii gaudium).
La pandemia me permite creer que Dios lo puede hacer todo nuevo. Toca a nosotros acogerlo y hacerlo vida, no desde la arrogancia y el dominio destructor, sino desde la conciencia de nuestra fragilidad, el respeto sagrado a la creación y la experiencia de ser hijos amados.
- Ante la muerte (reflexiones no tan espirituales)
Hace algunos años un predicador de ejercicios espirituales me animó a pensar en la muerte como parte de la vida. Poco caso le hice. Pero, cuando falleció repentina y cruelmente el P. Gonzalo da Silva en la habitación de al lado, experimenté una cierta conmoción y anoté algunos pensamientos que comparto tal como quedaron escritos en el momento, sin elaborarlos más.
Cuando una muerte inesperada nos toca de cerca (coronavirus), nos sorprende y nos desconcierta. Ante ese acontecimiento las actitudes pueden ser tres:
- Endurecernos para protegernos; no pensar, realizar los trámites necesarios; negarnos el sentimiento, anestesiarnos; no hablar del tema, como si nada hubiese pasado… aunque a verdad es que no podemos escapar de ella.
- Fantasear respuestas positivas, religiosas o no, como una manera de negar el dolor, la sorpresa y el desconcierto, aunque eso no acaba de satisfacernos.
- Saber llorar y aceptar el dolor, lo incomprensible; asumir la propia fragilidad, como la Magdalena ante el sepulcro de Jesús. Solo después de ese dolor sincero, que no se endurece ni busca fáciles soluciones, podremos recibir la gracia de ver, comprender, asumir, esperar lo inesperado, lo que ya no depende de nosotros…
Más tarde murió en Brasil el P. Carlos Bascarán, compañero de muchos años. Me impactó muchísimo y me hizo sufrir una dolorosa crisis interior. Entonces anoté lo siguiente:
- Sensación de pérdida irreparable; desaparece su barba blanca, brillante, reluciente, de profeta del AT. Desaparece su sonrisa pícara y buena, sus ojos inteligentes y achispados; desaparecen sus hazañas deportivas, su guitarra, su pasión futbolera, su deseo de ser uno más entre la gente común, su constate referencia a Jesús de Nazaret y a su Reino, su compañerismo campechano… desaparece Él. No lo volveré a ver. Me parece imposible, pero así es. ¡Qué dolor! ¡Qué incomprensión! ¡Qué soledad!
- Morir es desaparecer en lo que somos física y espiritualmente. Entregar los sueños, las posibilidades, los enfados, las relaciones, las oraciones; cuando morimos poco a poco eso va sucediendo paulatinamente. Cuando morimos inesperadamente, el proceso es brutal, mucho más doloroso, como un mal sueño.
- Morir es caminar hacia lo desconocido, hacia la esperanza que nos supera física, afectiva, intelectual y espiritualmente, hacia un Dios del que no conocemos casi nada y en el que confiamos como un niño que se echa en manos de su Padre, como el náufrago que se confía al mar infinito, como la gota de agua que se deja arrastrar por el río.
P. Antonio Villarino
Bogotá